9.2.05

Mil años atrás

Veo torres de iglesia armadas con luces y sombras, renderizadas, como hechas nada más que con fósforo y rayos catódicos. Oigo bocinazos lejanos, como de ultratumba. Tengo frío, y un hambre infernal. Y sobre todo, estoy obligado a esperar los latidos del reloj otra hora más, esclavo como soy de ese otro reloj chasqueante come-tarjetas que vigila la puerta de salida. Oficinista soy, kafkiano, rollizo, atolondrado. A clockwork orange. Después me espera una caminata breve, cansina, hasta la boca de aliento negro, la panza descomunal del subterráneo que es como una muerte calurosa e irreflexiva, cada noche. Sólo tres estaciones, tres frenadas y tres golpes, tres millones de rostros en blanco, y a lanzarse en la corriente imparable y silenciosa que me arrastra fuera del monstruo y curiosamente trepa escaleras contra toda ley de gravedad. Y ya bajo la gigantesca, grotesca, inconcebible cúpula de Constitución se produce y se provoca la última, o casi última carrera hacia el Hermano Mayor, el largo y atestado tren de dos colores, con sus vidrios astillados y rotos, y sus sacudidas y silbatos. Y avanza lento como en un sueño, atraviesa calles y rampas, se dobla y se estira rumbo a La Plata, que se presume allá lejos como un oscuro satélite de la capital.
La noche es larga, aburrida. El tren traquetea y nunca parece llegar a ningún lado aunque se detenga cada cinco minutos todo el tiempo. No se puede leer, salvo entre la Constelación de Hudson y la Nebulosa de Pereyra, donde, obedientemente, la luz se intensifica al ritmo de la velocidad creciente. El tren queda casi vacío, y se dispara como un perro que perdió sus pulgas para siempre. Entonces leo, mientras puedo.

No hay comentarios.: