14.2.05

Enamorados

Mi vieja me mira algo torcido, dopada con un calmante. Tiene los párpados pintados de verde, del mismo color del vestido. Unas lucesitas le iluminan el peinado de peluquería. Se ve rara. Todos se ven raros. Yo mismo, duro dentro del esmoquin. Pelos lustrosos, zapatos de alquiler, cincha de raso. Colorado como bolas rascadas.
Levanto la vista, asustado. Cristo me guiña un ojo, colgado ahí arriba. No, qué estoy diciendo. No se mueve. Sólo me pareció, por los nervios.
—Los anillos —dice el cura, mirándome con un solo ojo. El otro ojo es de vidrio. Meto la mano al bolsillo, y le entrego el cubito de terciopelo. Es un sueño, algo así. Los contornos tienen un resplandor como de niebla. Las velas arden por docenas, pequeñas chispitas que a veces se sacuden en un viento inexistente.
—Qué pasa con la novia —pregunta, o mejor dicho dice, el tipo, que es alto como una de las columnas de mármol—. Yo estoy en la sacristía, ahí detrás. Enseguida vuelvo.
—Sí, padre —contesta mi vieja, con la voz traposa.
—¿Qué te pasa, mamá?
—Ay hijo, tu tía Elba me hizo tomar un Alplax. ¡Tengo un sueño! ¿Qué pasará con Malvi que no viene?
—Tal vez se arrepintió —digo, no muy seguro de estar haciendo una broma—, y zafo.
Los minutos pasan. Y pasan. Diez, quince. Una eternidad. El sudor me humedece las manos. Me pica la nariz. No me acuerdo nada de lo ensayado para la ceremonia.
Cinco minutos más tarde, las enormes puertas dobles de madera tallada a mano se sacuden, como en una pesadilla. Pienso en una vieja película, en la que King Kong golpea dos enormes portones hechos con troncos afilados en el extremo superior. Ahí está, viene King Kong. El murmullo constante se intensifica. Todos miramos hacia la entrada de la nave, a las puertas que vuelven a sacudirse. Montón, montón de gente, parientes, amigos inesperados, colados. Entre la congregación distingo cinco o seis ex novias, algunas enojadas, otras sollozando sonoramente.
—¡Ahí llegó! —exclama mi vieja, de repente más despierta.
—Ahí llegó —exclamo yo, de repente muy arrepentido.
—¡Es la novia! —exclaman muchos, y un tipo corre a ayudar con las puertas trabadas, que no ceden a los empujones del exterior. Pero se abren casi con violencia.
Corrientes de música atraviesan el aire dorado. Es la Marcha Nupcial de Mendelssohn. Todos de pie, con la emoción brillando en los ojos. Yo también, tengo un nudo en la garganta. Malvina atraviesa el pasillo entre los bancos atestados de gente, curiosos y paparazzi. Viene del brazo de Gustavo, que está a minutos de pasar de amigo a cuñado. El vestido blanco, que por tradición no he visto hasta ahora, le queda increíble. Tiene un peinado alto, raro. Alguien logró maquillarla para que parezca muy pálida. Me asusta un poco. Ella y su hermano caminan demasiado rápido, porque vienen tarde. Las comadronas les susurran que más despacio, que todo está bien, que se frenen un poco.
—Estás preciosa —le digo al oído, cuando llega a mi altura.
Afuera es 1997. La Plata empieza a cubrirse de hojas con el otoño. Me siento muy, muy feliz.
—En la riqueza y en la pobreza —está diciendo el cura, y eso se me graba en la memoria, a fuego— en la salud y en la enfermedad, y hasta que la muerte los separe.

13.2.05

Esta noche entera

Veo sus labios, sonrientes. Sus ojos brillando con el reflejo de las luces de la calle, las gotas de tormenta cayendo a su alrededor, como en cámara lenta. La tengo a centímetros, apretujada por el frío. El cabello mojado le cae sobre los hombros desnudos. No sé qué está diciendo, pero habla sin parar. Todo el tiempo. No escucho nada, no hay sonidos. Sólo gotas de lluvia. Una ráfaga de viento que me envuelve en su pelo. Mis labios tocan los suyos. Malvi se sorprende; yo también. Es un torbellino aquí adentro, adentro del pecho. El beso, tibio, el primero, el más dulce. Nos arrastra hacia el destino. Un beso, lo aprendo entonces, puede contener esta noche entera.