21.3.05

Tres meses...

—Creéme que para nosotros es muy difícil decirles esto. Pero no queremos mentirles. El tumor está volviendo a crecer y ya está cerca del hueso. Te va a infiltrar la vejiga, la vagina, el útero, el colon, y no hay nada que podamos hacer, ni siquiera algo experimental. Los rayos no sirvieron, y en el tipo de carcinoma tuyo la quimioterapia no sirve. Sólo queda operarte. Y te vamos a operar porque sos joven, tenés 36 años, Malvina. Lo hablamos con el Comité de Tumores. Expusimos tu caso y llegamos a un acuerdo. Tenés que saber que este tipo de cirugías ya no se hacen, por el alto grado de morbilidad que tienen. Pero en tu caso, si vos querés...
No lo podemos creer. Parece una pesadilla. El equipo de médicos oncólogos del Instituto Roffo está reunido delante de mí y Malvina. Diciendo cosas horribles sobre el futuro. Todo, todo salió mal.
—¿Y qué pasa si ella no quiere? —pregunto, a duras penas.
—Podemos esperar a tener suerte y que el tumor se encapsule. —Sacude la cabeza, apenado—. Aunque como viene, viste... y según nuestra experiencia, no lo veo.
—Pero ¿qué hacen ustedes si no se opera?
—Un tratamiento sintomático, le vamos a administrar calmantes para que no tenga dolor.
Silencio.
—¿Cuánto tiempo? —pregunta Malvi, y yo siento el frío de su mano.
—No tienen que decidir ahora, pero hay que apurarse.
Antes de retirarnos del consultorio, cruzo una mirada con el médico jefe. Tres meses, dice con los labios, sin emitir sonidos. Tres meses máximo. Nunca voy a olvidarme del momento en que caminamos con Malvi fuera del pabellón, y nos sentamos, mudos, en un banquito de piedra, bajo los árboles que bordean la entrada a la Fundación. Era una mañana soleada. Pero nuestro universo se estaba haciendo pedazos.
—Ay, Malvi... Mi amor... por Dios, mi amor... No sé qué decirte.
—Yo sabía —dice ella, mirando la vereda—. Yo presentía que iba a salir mal.
Luego volvimos a La Plata, aunque no recuerdo haber hecho el camino de regreso.

20.3.05

Tres meses

Como en un sueño, transito el camino odioso que sigue a la muerte. Por dentro siento el infierno, que no puede ser ese lugar en llamas del Dante sino aquel otro, oscuro y silencioso, el de la ausencia, el de la soledad. Aturdido por una vergonzante mezcla de alivio con el dolor extremo de la pérdida, voy cumpliendo cada acto, como se espera que haga, porque es mi esposa, era mi esposa, y debo terminar lo que comenzó dos años atrás.
Por última vez apoyo mis labios en la frente pálida, todavía tibia. Le prometí que no lloraría, no en ese momento. Me despido de médicos, de enfermeros, esos seres increíbles que dan lo mejor de sí a pesar de las carencias. Me abrazan, alguno hasta se permite emocionar, y eso que ven la muerte casi todos los días. Me dicen que admiran a Malvina, por su fortaleza, por la entereza de decidir la hora de su final. Hago una llamada, mientras algunos parientes comienzan a llegar. Me dicen cosas que apenas escucho. Espero a que me llamen en las puertas del hospital. El descenso a la morgue es difícil, es espantoso. Pero es la regla. El cuerpo de Malvina me espera en una camilla herrumbrosa, envuelto en un plástico rojo. Por la puerta entornada atisbo el horror de cuerpos amontonados, mortajas sucias de desinfectante. El olor de la muerte y el abandono. La sorpresa de ver ese espectáculo. El encargado de la morgue despega las cintas y abre la bolsa. Malvina. Aun en ese incontable horror, la veo bonita, con el rostro sereno, levemente inclinado. Parece dormida. Unos mechones de cabello le caen sobre la frente.
—Sí, es ella —digo, como desde la distancia. Alguien me palmea la espalda.
El empleado de la funeraria se la lleva. No, no se la lleva, no es Malvina. Se lleva ese cuerpo... no tengo que olvidarme que mi Malvi es más que eso, y que está en otra parte, en esencia. Es sólo un cuerpo... solamente un cuerpo.
El celular suena cada tanto y me susurra palabras de aliento. Que tengo que seguir, que la vida es así, que tengo dos hijos y toda una misión por delante... hasta me dicen que tengo que rehacer mi vida en pareja, que no me tengo que quedar solo. Nada de eso tiene sentido para mí.
Las horas pasan. Todo el tiempo el celular me aconseja, me pide que sea fuerte. Recorro el camino obligado de funeraria, velorio, procesión, de los amigos que aparecen de improviso y por poco me hacen fallar mi promesa de no llorar. El camino termina un mediodía en el cementerio. Bajo el sol de noviembre tiramos pétalos de rosa sobre el pequeño obelisco de madera todavía caliente con las cenizas de Malvina.
El celular sigue pidiéndome que no me quiebre. Nada de lo que dice realmente sirve. Aunque yo sabía que esto iba a pasar, aunque uno diría que es posible prepararse para el final, lo cierto es que el momento concreto de la muerte marca un antes y un después. En el antes hay horror, cosas que no se pueden apartar de la mente, como los días y horas finales; en el después hay incertidumbre, angustia, el increíble abismo de la ausencia.
Por la tarde, mientras juego con mis hijos disimulando la pena, suena de nuevo el celular. Esta vez es diferente, y es la única llamada que me sirve.
—Soy el general Leal —dice la voz, ronca, de un anciano—. Usted no me conoce, y no he podido estar porque acabo de enterarme por un compañero del ejército.
—Es un honor, general, y claro que lo conozco, aunque no personalmente. Le agradezco...
—Sólo quiero decirle esto: ahora usted está muy angustiado, muy dolorido, pero va a pasar en tres meses. Tres meses, Durgan, y usted va a poder ver las cosas en perspectiva. Los momentos desagradables se van a disolver y usted va a poder recordar a la hija de Domingo de otra forma.
—Yo... tres meses —Un plazo firme, invalorable, una roca de donde agarrarme en medio de la tormenta—. Entiendo. General, le agradezco, yo...
—Me hubiera gustado estar ahí con usted, y con Marta. El padre de Malvina fue un gran hombre. Más que un compañero de expedición fue un amigo, y yo prometí estar siempre al tanto de sus hijos. Recuerde, Durgan, en tres meses usted va a poder vivir con esto.

Héroe

Ayer falleció en esta ciudad el sargento ayudante (r) Domingo Zacarías, uno de los miembros de la expedición argentina que conquistó el Polo Sur en 1965. El extinto, que había egresado como cabo de la Escuela de Mecánica del Ejército en 1956, integró en 1959 la dotación de las bases antárticas Esperanza y Belgrano. Su permanencia en los hielos lo convirtió en un experto en cuestiones polares, por cuyo motivo fue seleccionado en 1965 para formar parte del grupo que llegó al Polo Sur comandado por el coronel Jorge Leal.
Aquel exitoso intento, denominado “Operación 90”, estuvo a cargo de diez militares que provocaron la admiración de todo el mundo. Eran el coronel Jorge Edgard Leal (hoy general), el capitán Gustavo Adolfo Giro y los sargentos Domingo Zacarías, Julio César Ortiz, Roberto Carrión, Adolfo Oscar Moreno, Ramón Alfonso, Jorge Raúl Rodríguez, Alfredo Florencio Pérez y Ricardo Bautista Zeppi.
El sargento Zacarías, que se radicó en Salta después de retirarse del Ejército, nació el 4 de febrero de 1936 en Las Lomitas, Formosa. Estaba casado con Marta Gaczyñsky, con quien tuvo cuatro hijos, quienes también viven hoy en esta ciudad. Su deceso se produjo como consecuencia de una larga y penosa enfermedad, que enluta hoy a todos aquellos que admiraron su hazaña, así como a todos los hombres y mujeres que encuentran en su valor y su extraordinario tesón un ejemplo a seguir.

El Tribuno, 1992

Operación 90

El viento huracanado y el frío glacial no son los únicos peligros en la Antártida...
—Están las grietas en el hielo, no la llamada Gran Grieta, que ya la conocíamos, sino que avanzábamos en un territorio inexplorado desde tierra, en donde el hielo podía quebrarse, y si se cae en una grieta, prácticamente significa la muerte. Los diez expedicionarios éramos expertos en la Antártida; yo había ido por primera vez en 1952, trece años atrás, y el equipo tenía también experiencia, pero ahora avanzábamos en territorio desconocido, con montañas de tres mil metros de altura, y en donde todo era blanco, y el Sol no se ponía nunca. Había que usar anteojos oscuros para no deslumbrarse y hasta era posible perder la vista si no se los usaba. [...] Y no eran solamente las grietas, sino también las tormentas de nieve, que no te permitían ver a un metro de distancia. Y había que saber exactamente en dónde estábamos.
—No le entiendo.
—Claro. A medida que te acercás al Polo, la brújula ya no te sirve. No es cierto que la aguja de la brújula se ponga loca y gire; no. Pero se aplasta y ya no te sirve. Y todo a tu alrededor es blanco, sin puntos de referencia.
—¿Y cómo se orientaban?
—Como los navegantes, con el Sol. Pero había que saber cuál era la hora exacta. Generalmente se usa el top de las radios. Hubo un hecho curioso: las radios argentinas no llegaban, de modo que escuchábamos las únicas dos cuya potencia las hacía llegar hasta la Antártida: la BBC de Londres y Radio La Habana de Cuba. Mirá vos, tener que estar agradecidos a los ingleses y a Fidel Castro... irónico, ¿no?

Dios nos llevó de la mano, Revista Nueva