9.2.05

Barreda 3

Abandonamos el consultorio blanco, sintiendo la cara hinchada y el frío que menguaba los efectos de la anestesia. Barreda se quitó el guardapolvo y, ordenadamente, lo colgó en un perchero. Había empezado a hablar nuevamente, esta vez de caza y de pesca, sus otras pasiones.
-Pueden pagarme cuando puedan -nos dijo, comprensivo-. Cuando terminemos el tratamiento.
En la oscuridad del garage tropezamos con dos sombras, muy cerca una de otra.
-¿Hija? -preguntó Barreda, dubitativo, luego aseveró: -Son ustedes. ¿Cómo están?
No recibió contestación. Pasamos al lado de la pareja. Eran la hija menor, una mujer de cabello rubio, de unos veintitrés años, y su novio. Estaban abrazados en la penumbra, cerca del portón. Yo dije "buenas noches" y salí. Tampoco me respondieron.
Nos despedimos y, al alejarnos hacia la esquina, me volví por última vez. El viejo cerraba la puerta, en silencio. Un día de 1992 el doctor Barreda asesinó a su suegra, su esposa y sus dos hijas, utilizando la escopeta que tenía preparada desde siempre bajo una escalera, en el garage, para defenderse de los ladrones y para cazar. Declaró ante la justicia que se había liberado, que eran ellas o él, y que si las condiciones que lo habían llevado al límite se repitieran, volvería a hacerlo. No parecía un demente, pero tampoco se parecía a ese doctor Barreda, íntegro, brillante, que conocí.
No podía creer que el pobre viejo hubiera hecho eso. Me negaba a creerlo, y me niego aún hoy, cuando se trata de decidir si en el curso del homicidio estuvo momentáneamente loco o se trata de un plan cuidadoso, limpio, casi perfecto. El dolor y la pena de Barreda de repente se hacían carne en mí.
Por fin, en este invierno de 1995 la casualidad me llevó a transitar por la calle cuarenta y ocho, tres años después, sintiendo el mismo frío que esa noche. Me detuve ante el portón verde del garage, casi sorprendido por ese acto inútil. El tiempo todo lo cubre en un manto de hojas secas, todo lo borra y diluye. La pintura está saltándose, revelando una superficie cubierta de óxido, los vidrios están sucios y el garage se cubre lentamente de polvo, hojarasca y la correspondencia que nadie abre. Y aún es posible distinguir las letras del chistoso de turno, del que está ajeno al sufrimiento. El graffitti atraviesa parte de la pared y continúa sobre el portón, como un tajo sin sangre: Aquí vive el odontólogo Barreda. Hago precio por emplomadura.

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