9.2.05

Barreda 1

En el año de Gracia de Nuestro Señor de 1991, caminar por la oscuridad de la calle cuarenta y ocho era temible. Los árboles se inclinaban sobre el asfalto para ocultar las lámparas, y las pocas luces restantes provenían de las avisos de neón que chisporroteaban en las paredes. En pleno invierno tampoco pueden verse a muchos fuera de las casas y edificios. La Plata es como un animal diurno y, como tal, al caer la noche se agazapa hasta el alba, duerme bajo el cielo de fuego de la destilería o entre las diminutas estrellas del sur.
Llegué resoplando un vapor blanco, tiritando y con las manos en los bolsillos del saco. El doctor, en un gesto valioso para mí, me atendía fuera de horario cuando yo salía de trabajar. Eran mis dientes los más beneficiados, decía mi vieja. Toqué el timbre del garage, y debí esperar un minuto de hielo hasta que el doctor Barreda me abrió la puerta. El viejo asomó la cabeza y sus ojos sonrieron detrás de los anteojos.
-Pasá, pasá -me dijo, expandiendo la abertura-. Tu mamá ya está adentro.
Atravesábamos el garage donde siempre había una sombra de hierro, plantas de hojas grandes y un olor a aceite mezclado con sabia. Era una breve oscuridad, luego subíamos dos peldaños y entrábamos a la brillante sala de espera del consultorio. Cuando empujábamos la puerta la negrura del garage se rompía en mitades, y entonces supongo que habría podido volverme y mirar sobre los hombros, descubrir el secreto vano que albergaba el lugar; pero por algún motivo nunca lo hice. Después, cuando terminaba la consulta y volvíamos a transitar el garage rumbo a la vereda, mis ojos jamás se habituaban a la penumbra con la suficiente rapidez, y así el secreto permanecía a salvo.

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