9.2.05

Barreda 2

El consultorio era antiguo, amplio. El aire tenía el acostumbrado aroma a canela, fuerte, y estaba impregnado de Mozart. En el centro de la sala se alzaba la máquina y el sillón, el cuello largo como el de un braquiosaurio con ojos de luz ámbar. Miré el horrible escupidero y el instrumental desgastado, añejo, pero impecable. Mi vieja estaba recostada en el sillón, con un gancho de metal hundido en la boca. Me saludó con los ojos, y vi al mismo tiempo el mensaje, una broma: me está por sacar una muela que no es, estaba diciendo. Sonriente, busqué un lugar para sentarme y ver cómo el doctor daba vueltas alrededor del sillón, hurgando con su torno, sus espejitos, sus horribles pinzas de acero.
-Qué buen pibe parece su muchacho -dijo Barreda, serio, con la frente surcada de arrugas formadas por los años de profesión-. En La Plata ya no se ven muchachos así, esta juventud no tiene respeto por nada, ni siquiera saben saludar.
-Ugh -contestó mi vieja-. Pfsssgaclos chicos def hoigg... Así son. A Dios grafiaz...
-¿Sabe lo que me hubiera gustado tener un hijo varón? Porque mis hijas... ¡si le contara, mire!
Hablábamos del gobierno, del Presidente, de los espantos de la política. Barreda era un hombre culto, que gustaba del arte y de la música. Congeniaba con el radicalismo y hablaba a menudo de la libertad de espíritu. Esa vez, cuando mi vieja lo interrogó sobre sus hijas, el doctor se encogió de hombros y no dijo nada.
-Pero me hubiera gustado tener un hijo como el suyo, sabe. Me hubiera gustado...
Después me tocó a mí ocupar el sillón, pero ya no volvimos a tocar ese tema. El doctor Barreda estaba sumido en quién sabe qué pensamientos. Hoy me estremezco al recordarlo. Quizás estaba decidiendo en ese mismo instante darles muerte, tal vez en esos minutos su mente se desbarrancaba hacia los abismos de la demencia. Barreda era inteligente, sin embargo. Pero eso no significaba nada entonces.